martes, 11 de octubre de 2005

Alicia en el País de las Maravillas 2



EL MAR DE LÁGRIMAS

¡Ay, pero que rarisimo! -exclamó Alicia, a la que, de tanta excitación, se le había olvidad hablar correctamente-. ¡Me estoy estirando como si fuera el catalejo más grande del mundo! ¡Adios, pies!
Y, efectivamente, al mirar abajo veía sus pies, cada vez más pequeños, desaparecer en la lejanía.
-¡Mis pies, mis pobre pies! -gritaba desconsolada-. Y ahora, ¿quién os va a calzar, quién os pondrá vuestras preciosas medias? Porque estoy segura de que yo ya no podré hacerlo... ¡Estaré demasiado lejos de vosotros para cuidaros como solía! Ahora os las tendréis que arreglar solitos... Aunque, pensándolo bien, será mejor que me porte bien con ellos -reflexionaba Alicia-, ¡no sea que se cansen de mi y echen a andar por su cuenta! Vamos a ver, ¿qué tal si os compro unas botas nuevas cada año por Navidades?
Y la niña rumiaba cómo se las arreglaría para enviarlas.
-¡Tendré que mandárselas por recadero!... ¡Va a ser muy divertido eso de enviar regalos a mis propios pies! Y más divertido aún cuando escriba la dirección en una tarjeta:

Señor Don
Pie Derecho de Alicia
Dirección: ALfombra de la Chimenea
(cerca del Guardafuegos)
Remite: Alicia, con amor.

-¡Pero qué tonterías más grandes estoy diciendo!
En aquel momento su cabeza golpeó contra el techo de la sala, y es que la niña medía ya más de tres metros de altura. Se apresuró a recoger la llavecita de oro y se dirigió rápidamente hacia la puerta del jardín.
¡Pobre Alicia! Ahora tenía que conformarse con mirarlo de lejos, tumbada en el suelo y aplicando el ojo al hueco de la puerta, aquella puerta tan difícil de franquear cuando estaba cerrada, y más difícil aún ahora que estaba abierta. Se sentó y empezó a llorar desconsoladamente.
-¡Alicia, deberías avergonzarte de ti misma! -se reprendió a sí misma-. ¡Una niña tan grande como tú (y nunca mejor dicho) no debería llorar de esta manera!¡Ni una lágrima más! ¡Te lo prohíbo!
Pero de nada le servían estas razones, porque sus ojos seguían vertiendo ríos, o mejor diría torrentes de lágrimas, que se precipitaban a sus pies formando un gran charco de medio palmo de altura, que se extendía por el suelo del salón. Al cabo de un rato oyó el ruido de unas pisadas que se acercaban y comenzó a enjugarse las lágrimas para poder ver quién venía. Era el Conejo Blanco que regresaba. Estaba ataviado con sus mejores galas, luciendo un par de guantes blancos de cabritilla en una mano y un abanico en la otra. Llegaba trotando a toda prisa, hablando consigo mismo mientras se apresuraba:
-¡La Duquesa! ¡Ay, la Duquesa! ¡Cómo se me va a poner la Duquesa si la hago esperar!
Tan apurada estaba Alicia en aquellos momentos, que no dudó en pedir ayuda al pirmero que pasara. Así es que, cuando se acercó el Conejo Blanco, se dirigió a él con voz entrecortada y tímida:
-Porfavor, señor...
Pero el Conejo, al oír la voz de Alicia, se sobresaltó de tal manera que dejó caer los guantes y el abanico y salió huyendo hasta perderse en la oscuridad.
Alicia recogió los guantes y el abanico del Conejo y, como hacía tanto calor en aquel salón, comenzó a abanicarse mientras decía:
-¡Vaya día que estoy pasando! Y pensar que ayer mismo todo sucedía como de costumbre... ¿Será que he cambiado durante la noche? Vamos a ver, ¿era yo la misma cuando me levanté esta mañana? Ahora que lo pienso, recuerdo que me sentía un poco extraña, como si fuera diferente. Pero si ya no soy la misma, entonces ¿quién demonios soy? ¡Ahí está el intríngulis!
Y se puso a pensar en todos sus amigos, en todos los niños de su misma edad, para ver si podía haberse convertido en uno de ellos.
-En Ada, seguro que no-razonaba Alicia-, porque no tengo esos grande tirabuzones en el pelo como Ada. Y tampoco puedo ser Mabel, porque yo sé muchas cosas y ella en cambio sabe tan poquitas... Y además, ella es ella y yo soy yo... ¡En buen lío estoy metida! Voy a ver si, al menos, sé las cosas que antes sabía. Veamos: cuatro por cinco, doce; cuatro por seis, trece; cuatro por siete... ¡Dios mío, a este paso nunca llegaré a veinte! De todas formas la tabla de multiplicar no tiene inguna importancia. A ver qué tal se me da la geografía: Londres, capital París; París, capital, Roma... Roma, capital... ¡No es así, no es así!
¿Será verdad que me he convertido en Mabel? Supongo que, al menos, seré capaz de recitar "Aun panal de rica miel..."
Y cruzando las manos en el regazo, se puso a recitar como si dijera la lección. Pero su voa tenía un sonido ronco y extraño y las palabras que pronunciaba eran diferentes a las del poema que tan bien conocía:

"A un panal de amarga hiel,
dos mil tigres acudieron,
que por voraces murieron
presas sus fauces en él.
Otro, dentro de un tonel,
enterró su hambre canina.
Así, si bien se examina,
los tigres, por comilones,
perecen en las prisiones
del hambre que los domina".
-¡No es así, no son esas las palabras! - decía la pobre Alicia, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas-. Ahora sé que soy Mabel y que no tendré más remedio que vivir en su horrible casucha y tendré que conformarme con los cuatro trastos que tiene poir juguetes y tendré que estudiar montañas y montañas de lecciones! No, ya está decidido. Si de veras soy Mabel, me quedo aquí abajo... ¡Y no pienso hacer caso de las palabras de los mayores cuando se asomen por el agujero y digan: "Anda querida, sube... te estamos esperando!" Yo los miraré desafiante desde abajo y les diré: "Antes decidme quién soy, y si me gusta esa persona, entonces subiré, pero si no me gusta me quedaré aquí y esperaré a convertirme en otra persona...", pero..., ¡Dios mío! -se interrumpió Alicia sollozando-, ¡cómo me gustaría que de veras se asomara alguien por el agujero! ¡Estoy tan cansada de estar solita aquí abajo!
Mientras pronunciaba estas palabras bajó la vista y pudo comprobar que, sin darse cuenta, había cogido uno de los guantes del Conejo y se lo había colocado en la mano.
"¿Cómo es posible que haya hecho esto? -se dijo la niña-. Será que estoy menguando de nuevo".
Y, dirigiéndose hacia la mesa, se puso a su altura y pudo comprobar que medía poco más de medio metro, y que su tamaño iba disminuyendo por momentos. Pronto descubrió que este cambio se debía la abanico del Conejo, que sostenía en la mano. Así que lo dejó caer a toda rpisa, y menos mal que lo hizo porque, si no, habría desaparecido por completo sin dejar rastro.
-¡Me he salvado por los pelos! -exclamó Alicia, asustada por el tamaño de su cuerpo pero aliviada al comprobar que todavía lo tenía-. Y ahora ¡al jardín!
Y corrió hacia la puerta que a él conducía. Pero, ¡ay!, la puerta estaba cerrada de nuevo y la llave de oro que la abría continuaba en la mesa de cristal.
-¡Las cosas están peor que nunca! -se desesperaba Alicia-. Nunca había sido tan pequeña como ahora y esto no puede conducir a nada bueno.
No bien había acabado de pronunciar estas palabras, cuando sus pies resbalaron y..., ¡plaf!, se encontró con que el agua salada le llegaba hasta el cuello. Lo primero que se le ocurrió pensar fue que se había caído en el mar "...y entonces tendré que volver en tren a casa" (Resulta que Alicia sólo había estado una vez en el mar en su vida y había llegado a la peregrina conclusión de que, en cualquier punto de la costa inglesa, hay una serie de casetas de baño metidas en el agua y, auí y allá, algún niño jugando en la arena con su pala de madera; después, una larga hilera de casas de huéspedes y, al fondo, la estación de ferrocarril.) Pero pronto se dio cuenta de que no se trataba del mar propiamente dicho, sino de un Mar de Lágrimas, que ella misma había vertido cuando medía tres metros de altura.
-¡Ojalá no hubiera llorado tanto! -se lamentaba ahora la niña, braceando en el mar ce sus propias lágrimas y tratando de salir de él-. ¡Me está bien empleado y ahora me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡Nunca pensé que eso de "ahogarse en lanto" pudiera ser verdad, aunque hoy es verdad todo lo que ayer era mentira!
En aquel momento oyó que alguien chapoteba no muy lejos del lugar donde ella se encontraba, y la niña se dirigió hacia allí para ver de qué se trataba. Al principio pensó que sería una foca o algún hipopótamo, tal era el ruido que armaba; pero en seguida se acordó de su propio tamaño y pudo comprobar que se trataba d eun ratón que se había resbalado y caído al agua, tal como le había ocurrido a ella.
"¿Serviría de algo -se preguntó Alicia- intentar hablar con ese ratón? Todo es tan extraño aquí abajo que no me sorprendería nada que los ratones pudieran hablar. De cualquier modo, no se pierde nada con probar".
Y dirigiéndose al ratón, continuó de esta manera:
-¡Oh, ratón! ¿Podría usted indicarme la manera de salir de estas aguas? Estoy muy cansada de nadar y necesito su ayuda, ¡oh, ratón!
(Naturalmente, Alicia no tenía la menor idea de cuál era la manera correcta de dirigirse a un ratón, pero había leído el libro de Latín de su hermano y recordaba perfectamente una de las declinaciones que decía: "El ratón-del ratón-para el ratón-al ratón, y finalmente, ¡oh, ratón! ")
El ratón la miraba con ojos inquisitivos, y en un determinado momento le pareció a la niña que le guiñaba un ojo, pero no dijo nada.
"Quizás no entienda inglés -pensó Alicia-. Debe de ser un ratón francés, llegado a estas tierras con la expedición de Guillermo el Conquistador."
(A pesar de sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea demasiado clara del tiempo que había transcurrido desde que Guillermo llegara a Inglaterra.)
Sin desanimarse, la niña volvió a dirigirse al Ratón, recordando ahora la primera línea de su libro de francés:
-Où est ma chatte?
Al oir estas palabras, el Ratón dio un gran salto en el agua mientras que todo el cuerpo le temblaba como un azogado.
-¡Oh! ¡Le pido mil perdones! -se apresuró a decir Alicia temiendo haber herido los sentimientos del pobre animal-. Había olvidado totalmente que ustedes no se llevan muy bien con los gatos.
-¿Llevarme bien con los gatos? -gritó el Ratón, con voz chillona y agresiva-. Y tú, ¿qué tal te llevarías con ellos si estuvieras en mi lugar?
-Supongo que no muy bien -admitió Alicia, deseosa de apaciguar a su amigo-. Espero que no se haya molestado por lo que le he dicho. Aunque pienso que si usted conociera a mi gata, que se llama Dina, no tendría usted tan mala opinión sobre ellos... Es un an imal tan cariñoso y de tan buenos modales... -decía Alicia, más para sí misma que para el Ratón, mientras nadaba plácidamente en el Mar de Lágrimas-. Se pasa el día ronroneando, senatada junto a la chimenea, lavándose delicadamente la caracon sus patitas... ¡y da un gusto cuando lo coges en brazos! ¡Y no le digo a usted nada a la hora de cazar ratones! ¡Ay..., usted perdone! -exclamó Alicia, al ver que al Ratón se le habían puesto los pelos de punta y parecía muy ofendido por sus palabras-. Le prometo solemnemente que no volveremos a tocar este tema.
-¿Volveremos? -protestó, indigado, el Ratón, que temblaba de la cabeza hasta la cola-. ¡Como si fuera yo el que hubiera sacado este tema de conversación! ¡Has de saber que mi família siempre ha tenido una profunda aversión hacia los gatos, esas criaturas repelentes, vulgares y groseras! ¡Así es que haz el favor de no volver a mentar su nombre!
-¡Le juro a usted que nunca más lo volveré a pronunciar! -exclamó Alicia, deseosa de cambiar de tema cuanto antes-. ¿Y qué le parecen a usted.. los perros? -Al ver que el Ratón no respondía, prosiguió-: Cerca de mi casa vive un perro muy simpático. Me gustaría que usted le conociera. Es un foxterrier de ojos alegres y un pelaje marrón tan largo y suave que da gusto tocarlo... Y además, recoge las cosas que le echas y te las devuelve, se sienta con las patas en alto para pedir la cena y sabe otros muchos trucos que ahora mismo no recuerdo... Su amo, el granjero, dice que es un perro que sirve para todo y que ni por cien libras lo vendería... ¡Con decirle que no deja una rata viva en todo el...! ¡Ay, Dios mío! -exclamó Alicia-. Me temo que he vuelto a meter la pata.
El Ratón, al oir las últimas palabras de Alicia, había salido disparado y se alejaba a toda velocidad, agitando las aguas con su desenfrenado chapoteo.
-¡Ratón, querido Ratón! -Alicia le llamó de nuevo-. Hágame el favor de volver y yo le prometo que aquí no se vuleve a hablar de perros ni de gatos ni de nada que se le parezca.
Cuando el ratón oyó las palabras de Alicia vaciló unos instantes y después dio media vuelta dirigiéndose hacia el lugar donde se encontraba la niña. Estaba pálido ( de rabia, pensó Alicia) y dijo en voz baja y temblona:
-Vamos hacia la orilla y te contaré la historia de mi vida. Entonces comprenderás por qué les tengo tanta manía a los gatos y a los perros.
Y en verdad ya era hora de que salieran del agua, porque aquel Mar de Lágrimas se había ido llenando de toda clase de animales de pelo y de pluma que habían caído en él. Había un pato y, junto a él, un Dodo y un Loro, acompañados de un Aguilucho, y de una serie de criaturas de la más diversa condición. Alicia se puso en cabeza de tan heterogéneo pelotón y, juntos, alcanzaron la orilla.